Aún sigo sin
entender la forma en la que decidiste acabar con todo.
Te echo de
menos. Bueno, en verdad sé que no es a ti a quien echo de menos, sino a mi idealización
de ti.
Todavía recuerdo
la primera vez que te pregunté que si tu sentimiento había cambiado.
Era una de nuestras
primeras discusiones absurdas formuladas por ti.
Me mirabas
distinto, te noté distante, cansado.
Pero tú me
contestaste que no, todo iba bien.
Poco a poco
esas discusiones se fueron convirtiendo en rutina, y tu mirada cada vez estaba
más perdida.
No notaba calor
en tus abrazos.
Apenas me
besabas, y tenía que pedírtelo.
También te
pedía que me dijeses cosas bonitas. ¿sabes por qué?, algo dentro de mí sabía
que las cosas no eran como al principio, pero terminé omitiendo, porque creí
tu palabra, y que si algo fuese mal, lo dirías.
Seguimos
haciéndonos daño. Cada vez te molestaban más cosas de mí. Las discusiones eran
más largas y siempre querías huir.
Mi respuesta
por desgracia, pecaba de amor propio.
Acababa
suplicándote durante horas que te quedases. Que lo pensases bien, que te
quería, y que quería continuar. ¿Por qué?, mi miedo a perderte y la incomprensión
de que te fueses por ese motivo, y en ese momento.
Me jode no
haber escuchado mi voz interior, mi intuición. Aquello que me decía “vete”,
mereces más que alguien que está por no saber irse.
Cada vez notaba
más carencias.
Te costaba
tocarme, te costaba ser cariñoso…y creo que esas cosas, en una relación, son básicas.
A día de hoy
no te echo la culpa, de hecho, agradezco que me salvases.
De no ser
por ti, me hubiese quedado conformándome con un mínimo atisbo de amor.
Y soy más que
eso.
Merezco más
que las migajas de un corazón que no sabe lo que quiere.
Merezco amor,
cariño, comprensión, me merezco a mí.